lunes, 25 de noviembre de 2013

Llorar

Hace un mes, aproximadamente, lo pasé mal en clase. Muy mal. Era la segunda clase del día, que hubo ración doble.

Durante el descanso recibí un fuerte impacto emocional. Una persona me estaba contando algo y no entendía cuál era el problema. Y el problema parecía que era yo. Sin entrar en detalles, a partir de ese momento desconecté. Y no participé en ninguna de las propuesta de nuestro guía -así me gusta llamar a este profesor, así lo veo-. No colaboré en casi nada, me limité a representar un pequeño papel en una historia muy entretenida que estaba montando una compañera.

Desconecté del todo.

Yo, cuando desconecto, lo hago del todo. Como si desencadenara un cero eléctrico, el gran temor de todas las empresas energéticas que construyen sistemas de seguridad para minimizar los efectos que supondría la desconexión de la red de todas las instalaciones de generación.

En ese cero eléctrico no quiero saber nada de nada. Ni de nadie. Y nadie es nadie. De mí tampoco. En esos momentos me siento solo, profundamente solo. Sin esposa, sin padres, sin hermana, sin sobrino, sin amigos, sin conocidos, sin nadie cerca. Estando en ese estado suelo tomar decisiones peliagudas.

Soy llorón, y después de clase lloré.

De esto hace ya un mes. Hablando con personas a las que quiero mucho, y con las que siento que soy correspondido, me hicieron ver que ese incidente tenía que olvidarlo, que mi sentimiento de culpabilidad era infundado. Y que la decisión que estaba a punto de tomar -abandonar todas mis actividades, entre ellas las clases de teatro- no tenía ningún sentido.

Y tenían razón. No hubiera tenido sentido que dejara el teatro, el piano, el coro... Ninguno.

Disfruto con todas ellas, aprendo muchísimo, las personas que estoy conociendo me aportan un montón y siento que yo también contribuyo en una pequeña parte.

Y aquí sigo, llorando cuando lo siento como una liberación para el espíritu.

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